¿Te has preguntado por qué somos quienes somos?, ¿por qué somos como somos?, ¿cuál es el rol de nuestros entornos en la formación de nuestra identidad?, ¿por qué tenemos determinados gustos estéticos?, ¿por qué algunos espacios nos hacen sentir cómodos?, ¿cuál es la influencia de la arquitectura en la constitución de nuestra identidad?, ¿hay una relación entre el lugar donde vivimos y nuestra felicidad o bienestar? En este texto ofreceré, desde la filosofía, algunas respuestas breves a esas preguntas. Comenzaré con un planteamiento de René Descartes, pasando por algunos conceptos de John Dewey y Sarah Robinson, y terminaré con las implicaciones que el razonamiento que planteo tiene para la labor de los arquitectos.
I. Yo cartesiano
“¿Quiénes y cómo somos?” Si intentamos responder esta pregunta, quizá estemos tentados a apelar al Yo cartesiano. René Descartes (1596-1650) fue un importante filósofo francés que inauguró lo que se conoce como Modernidad filosófica. Una de sus aportaciones más importantes a la filosofía y a la humanidad es explicitar al Yo. Según Nicola Abbagnano, “a partir de Descartes, precisamente, el problema del yo se colocó por vez primera en términos explícitos: ¿Qué es lo que soy yo?” (2012, p. 1100). Para Descartes, somos una “cosa pensante” y, debido a que el pensamiento es “propio” e “interior”, el Yo cartesiano es una unidad ensimismada, cerrada al exterior. Si a partir de esto respondiéramos a la pregunta inicial, supondríamos que somos quienes somos únicamente por mérito individual propio. Diríamos: “Yo soy yo por mi constitución individual íntima, interior”. El Yo cartesiano, que coloca el énfasis en el individuo aislado, deja fuera el entorno en el que vivimos. Pero ¿es cierta o convincente la respuesta cartesiana?
II. John Dewey
John Dewey (1859-1952), un importante filósofo estadounidense, negaba parcialmente el Yo cartesiano. Creía que un error constante de la filosofía tradicional era plantear dicotomías que aislaban aspectos que en la experiencia se presentaban juntos, como pensamiento y acción, mente y cuerpo, o individuo y entorno. De ese modo, Descartes enfatizaba al individuo, olvidando el entorno donde, no obstante, aquél se desarrollaba desde su nacimiento. ¿Podría ser, entonces, que el individuo sea más un resultado del entorno que de sí mismo?
Dewey, respondiendo y dándose cuenta del error, creía que éramos el producto —en constante formación— de la interacción con nuestro medio. Uno de los conceptos centrales en su pensamiento, y con el cual explicaba el punto anterior, es el de “Experiencia”, que, influido por la biología del siglo XIX,[1] define como "la mutua acción entre el organismo y el medio ambiente (o entorno)" (1994, p. 111). Esto es, la vida se desarrolla en la continua acción-reacción entre un organismo y su medio ambiente, por ello, la concepción correcta debiera ser no individuo o entorno, sino "organismo-entorno" o “individuo-entorno”. De acuerdo con lo anterior, no sólo el organismo es inseparable de su entorno, sino que además ambos están en interacción continua y recíproca: el organismo modifica al entorno, y éste a su vez influye en aquél.[2]
Ahora bien, de acuerdo con Dewey, la fuerza que ejerce el entorno sobre nosotros es enorme, aunque, paradójicamente, es por lo común inconsciente y sutil. Tendemos a suponer que somos quienes somos únicamente por mérito propio, no obstante, la fuerza indirecta de “esta ‘influencia inconsciente del ambiente’ es tan sutil y penetrante que afecta a todas las fibras del carácter y el espíritu” (1916 MW 9:21). Determina, sobre la base de nuestra naturaleza inicial, no sólo cómo hablamos, comemos, caminamos, saludamos, vestimos, cocinamos, defecamos o escuchamos, sino también cómo recordamos, imaginamos, razonamos, pensamos, sentimos o nos emocionamos. Las relaciones sociales que tenemos, y los lugares que habitamos, determinan en buena medida quiénes y cómo somos.
Para el caso específico del ser humano, el medio ambiente tiene dos componentes: uno social, compuesto por las relaciones sociales que establecemos con otros humanos; otro físico, compuesto especial, aunque no exclusivamente, por los entornos arquitectónicos en los que habitamos. Para nuestro interés, podemos preguntar, ¿cuál es la fuerza del influjo del componente físico del ambiente en nosotros? Para Dewey, el aspecto físico del ambiente tiene tanta fuerza como el social en la formación humana, y brinda el caso del gusto estético:
Si la vista es afectada constantemente por objetos armoniosos, con elegancia de forma y color, se desarrollará naturalmente un espíritu de buen gusto. El efecto de un ambiente chabacano, desordenado y recargado destruye el buen gusto, así como una vecindad miserable y estéril devasta el deseo de belleza. (1916 MW 9:22)
Por ejemplo, las cualidades específicas de una casa —uno de los lugares más importantes donde se desarrolla nuestra vida—, tales como amplitud, distribución, materiales, temperatura, orden, color, calidad espacial, etcétera, influirán positiva o negativamente en nuestra existencia: en nuestra salud, estado de ánimo, ideas y hasta en nuestro gusto estético.
La literatura nos presenta un caso hipotético que ilustra lo anterior. ¿Qué modificaciones sufriría un organismo si cambia su medio ambiente habitual por otro al cual, consecuentemente, se habitúa? Julio Verne, en Viaje al centro de la Tierra, especuló en la respuesta cuando el profesor Lidenbrock, Axel y Hans llevaban casi dos meses en las profundidades de la Tierra:
Su mutismo aumentaba cada día, y hasta creo que él nos lo contagiaba. Los objetos exteriores ejercen una influencia real sobre el cerebro. El que se encierra entre cuatro paredes acaba por perder la facultad de asociar las ideas y las palabras. ¡Cuántos prisioneros célebres se han vuelto imbéciles, ya que no locos, por la falta de ejercicio de las facultades mentales! (1961, p.182)
Esta situación hipotética, que en otras condiciones se presenta todos los días en nuestra vida cotidiana, permite explicitar la idea central del argumento: las condiciones específicas de los espacios que moramos habitualmente ejercen una fuerza en nosotros que va moldeando, poco a poco, positiva o negativamente, aspectos de nuestro organismo.
En suma, para Dewey, contra Descartes, no es posible separar al individuo de su medio ambiente, hay una continuidad entre ambos y, además, una mutua y constante interacción. Por ello no sorprende que, para él, si hay que alterar algún rasgo del organismo individual (como en la educación de los niños), sea necesario modificar su entorno. Es preciso, por ejemplo, cambiar de amigos, pintar y ordenar una recámara o barrer la calle.
III. Condición existencial
La arquitecta y filósofa Sarah Robinson, influida por Dewey, robusteció recientemente estas conclusiones al afirmar, en Mind in architecture, que los seres humanos “pasamos en la actualidad el 90% de nuestro tiempo en edificios” (2015, p. 4). La afirmación es reveladora de por sí, sin embargo, si tenemos en cuenta el confinamiento suscitado por la pandemia reciente, elevaríamos seguramente ese porcentaje y evidenciaríamos, además, la influencia de los entornos arquitectónicos en el organismo.
Entonces, la conclusión a que nos llevan las ideas de Dewey y Robinson es que los entornos arquitectónicos son, en los seres humanos, lo que podríamos denominar una condición existencial: prácticamente no hay forma de que nuestra vida se desarrolle sin entornos arquitectónicos y, además, éstos influyen inevitablemente en nosotros. Nuestra casa, o los edificios que habitamos, son el reflejo de nosotros mismos; hay una continuidad entre nuestro medio ambiente físico-social y nosotros.
IV. Conclusión e implicaciones prácticas
Los entornos arquitectónicos son, para el ser humano, una condición existencial: el componente físico del medio ambiente —los lugares donde vivimos— es importante porque está en juego una parte del bienestar humano. Apurando la conclusión, y debido a que los entornos físicos son el telón de fondo infaltable de las relaciones humanas, lo que está en juego, a final de cuentas, es una parte de la felicidad misma. El lugar que habitemos puede contribuir o no a nuestra felicidad: de ese tamaño es la importancia del lugar donde vivimos.
Ahora bien, si tenemos en cuenta que, idealmente, el arquitecto es el profesional que se encarga de crear los entornos arquitectónicos, ¿las conclusiones anteriores deberían tener implicaciones para su labor? Si hay una congruencia entre pensamiento y acción, sí. Cuando sabemos algo y decidimos ser congruentes, necesariamente debemos hacer algo, debemos modificar nuestra conducta. Ésta, en el caso del arquitecto, se vincula con sus prácticas profesionales. De éstas, ¿qué podemos o debemos modificar? Mi respuesta a esta pregunta la desarrollaré en otro (u otros) textos.
V. Bibliografía
Abbagnano, N. (2012), Diccionario de filosofía, México D.F., México, FCE.
Dewey, J. (1916), Democracy and Education, en Jo Ann Boydston (ed.), The Middle Works of John Dewey: 1899-1924, (vol. 9), Carbondale, Southern Illinois University Press.
Dewey, J. (1994), La reconstrucción en filosofía, Barcelona, Planeta-Agostini.
Robinson S. (2015), “Introduction: survival through design”, en Sarah Robinson y Juhanni Pallasmaa (eds.), Mind in architecture, Massachusetts, The MIT press, pp. 1-7.
Verne, J. (1961), Viaje al centro de la Tierra, Barcelona, Plaza y Janés-
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